lunes, 9 de junio de 2008

Un paréntesis

Andar por la calle sin pensar en nada es un acto cotidiano, habitual, que debido a su frecuencia no lo apreciamos como excepcional: ir corriendo con una dirección determinada y sólo preocupados por llegar a nuestro destino.
Malas caras, empujones y prisas. Prisas, prisas y más prisas sin sonreir, sin prestar atención por lo que hay o pueda pasar a nuestro alrededor. Por eso, si alguien es capaz de hacer que te pares, que descanses y que sonrías es importante contarlo, recordarlo.
Íbamos andando mi ángel de la cebada y yo sin un destino en concreto pero con un fin determinado. Yo con esas prisas que siempre parece que llevo, y mi ángel intentando tranquilizarme, intentando hacerme ver que el azar sería el que me pusiera las soluciones en bandeja.
De repente, alguien consiguió hacernos(me) parar. Alto, delgado, con la cara pintada y un silbato en la boca dirigía la circulación de una de las calles más concurridas de esta inacabable ciudad. De arriba abajo vestido de naranja bailaba, se tiraba al suelo, pitaba y, sobre todo, nos hacía reír. Nos sacó la sonrisa a todos los que volábamos un viernes por la tarde. Unas carcajadas a cambio de casi nada. Unas carcajadas tranquilas, sin prisas, sin preocupaciones. Aplausos.
Y después nos dispersamos para retomar el vuelo... para que al final, como bien me decía mi ángel, fuera el destino el que me pusiera delante la solución.

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