miércoles, 4 de junio de 2008

Bien

En la esquina, con ese aire entre misterioso y despistado, mirando como pasa la gente y en realidad sin darse cuenta de nada lleva ya diez minutos parado.
Las manos metidas en los bolsillos, para no fumar, y el medio mechón de pelo que le cae sobre los ojos. La camisa, blanca, con las mangas enrolladas hasta los codos, y más abullonada de lo que lo políticamente correcto permitiría, está al borde de despuntar del cinturón, para acabar cayendo suavemente a las caderas.
La corbata color champán, regalo de las navidades pasadas, hace intuir que a primera hora de la mañana la coronó un perfecto nudo windsor. A estas horas, donde el calor ya empieza a ser un habitual, medio desecha, deja ese perfecto cuello al aire para poder ser besado dentro de unos minutos.
La chaqueta del traje, elegido con premeditación y alevosía por esa cuñada infame, está sobre los hombros, medio doblada, dejando ver ciertos resquicios de una juventud rockera donde las chupas de cuero y los pantalones pitillo eran el único atuendo que se podía permitir.
Y ahí está él. Que te espera, tranquilo, sin prisas, sin enfados porque lo único que quiere es verte bajar por esas escaleras y poder abrazarte, besarte, hasta dejarte sin respiración.
Ni si quiera lleva el Ipod, no quiere dejar pasar ni un minuto desde que te vea aparecer.
Tiene un regalo para ti. Lleva preparándolo varias semanas. Con las ganas que tenías tú de ir a Berlín!! Y por fin él se ha decidido. Ha hablado con tus compañeros de trabajo para que ese viernes te echen antes de comer de la oficina y ahí estará él, preparado- después de haber estado saliendo toda la semana pasada tarde del trabajo para acumular las horas y no tener que ir el viernes, mientras tú ya estabas algo intranquila- con la camiseta verde que tanto te gusta, los vaqueros a medio abrochar y las zapatillas rojas. Ahí estará, esperándote.
Pero ya son las 8 y, por hoy, basta. Bajas las escaleras, sabes que él estará, como todos los días y, sin embargo, un cosquilleo te recorre el estómago. Sales del portal y le ves. Te regala esa sonrisa que te vuelve loca desde el primer día, se acerca, te mira y sólo existes tú en medio de la Gran Vía. Te ve preciosa, radiante, como si no te hubiera visto levantarte esta mañana con el pelo revuelto y unas ojeras hasta los tobillos. Y ahora, despeinada, con la cara cansada y una incipiente calentura en el labio inferior, te besa como si nunca antes lo hubiera hecho. Te besa y te sigue besando. Cuando para, te mira, te vuelve a sonreir y sólo pregunta:
- ¿Qué tal el día?
Y tú, ahora, ya puedes responder que 'bien'.